viernes, 2 de junio de 2006

EL DEBER ETICO DE ANULAR LA LEY DE CADUCIDAD

El deber ético de anular la ley de caducidad.

“El juzgamiento de los culpables de delito es necesario
para defender en honor y la autoridad de aquel a quien el
delito ha lesionado, para que la ausencia de castigo no le degrade más”.
Hugo Grocio.

Cuando la aparición de los primeros restos de personas desaparecidas era registrada y reproducida en los medios masivos de difusión, sin ninguna duda produjeron efectos diversos a lo largo y ancho de la sociedad uruguaya y su tejido social. Aún a aquellos que empecinadamente creíamos en su existencia y reclamábamos su búsqueda en ese territorio del horror que fueron las unidades militares durante los años de dictadura, no nos dejo de sobrecoger.
La geografía del terror y el horror, apareció graficada en ese trozo de tierra removida en el que aparecieron los primeros restos de personas desaparecidas.
Era también la manifestación de un fenómeno más global y complejo que el encuentro buscado de un desaparecido: era el Terrorismo de Estado sustentado en la Doctrina de Seguridad Nacional que, apuntó a paralizar la lucha contra la dictadura generando inseguridad en todos sus habitantes.
Paradójicamente a más de 20 años de terminada la dictadura, la incertidumbre o la falsedad de la información que se entrega sobre el destino de los desaparecidos nos hace sentir que aun se está en manos de nuestros torturadores, bajo su dominio omnipotente, que busca la disolución psíquica de nosotros.
Si los arqueólogos son los encargados de estudiar aquello que se refiere a las artes y los monumentos de la antigüedad, no estaría mal que algunos de ellos también se encargaran de estos monumentos de la monstruosidad, que constituyen –y por eso también tendrían la categoría de arte-, el conjunto de procedimientos para producir determinados resultados que el terrorismo de Estado construyó como parte de su estrategia de perpetuación y justificación.

Pero, la tarea esta acotada hoy a los antropólogos.

A otro nivel, la justicia en la medida que no ha contado con las barreras de una voluntad política que había cabalgado en ancas de la ley de caducidad para evitar que a los estrados judiciales llegaran las voces de las victimas, también ha tenido que presenciar otra dimensión del horror: la de los testimonios de las victimas.

Desde hace mucho tiempo psicólogos, psiquiatras y asistentes sociales que trabajan en Uruguay en el Servicio de Rehabilitación Social, han tenido que incursionar con cientos de personas involucradas en experiencias de torturas u otros hechos generados por el terrorismo de Estado. Sus oídos profesionales y no por ello menos solidarios, debieron escuchar el horror de los torturados.

No sabemos si algún psicólogo, psiquiatra o asistente social, en alguna institución o centro militar, ha tenido que prestar sus oídos profesionales y seguramente solidarios, a torturadores, asesinos, violadores y desaparecedores.

La picana, para graficar esos dos lados de las violaciones a los derechos humanos, tiene dos lados. El del torturador que la empuña o manda empuñarla, y la del torturado que recibe la descarga eléctrica.

La experiencia clínica y las continuas reflexiones teóricas que ha desarrollado el SERSOC, ha sido una importantísima contribución para aprender mucha cosa de lo que pasó y pasa aún hoy con las personas que estaban del lado de las victimas de la picana.

Sin embargo, es poco lo que sabemos de lo que pasa del otro extremo de la picana. A lo sumo algunas pistas, en las justificaciones gorilas de los directivos de los centros militares, las reflexiones seudo científicas del Scilingo oriental, Troccoli o las apologías de Cordero o Iván Paulos.

Dos extremos han dificultado una reflexión sobre ese terreno. Por un lado la repulsión y el rechazo viceral a esas conductas, y por otro un discurso igualador de los dos extremos de la picana: el de los combatientes de dos bandos.

Sabemos que no es una reflexión fácil. Y que ante reflexiones difíciles, es una tentación acudir a repuestas simplistas.

Si se acudiera a esos recursos simplificadores, por parte de los jueces que debieron escuchar y carear los testimonios de los familiares de Silvía Reyes y Washington Barrios o la desgarradora odisea de la familia de Adalberto Soba recientemente, bien se podría concluir que nos encontramos ante individuos paranoicos, sicópatas o perversos. De esa forma para los jueces, Gavazzo, Silveira y sus compañeros de fechorías, hasta podrían caer en la categoría de inimputables. Y la sociedad, los podría en la categoría de lo enfermo y lo diferente.

De una y otra manera, nuestra subjetividad expulsaría el horror lo más lejos posible de nosotros recurriendo a fuertes mecanismos de negación, procurando evitar el sufrimiento y actuando como si el problema no existiese.

Pero la negación como mecanismo, termina generando estados de animo depresivos en la sociedad. Del no poder hablar, se transita al no querer pensar.

Son reconstrucciones de hechos que sin duda por sus características presentan una alta carga emocional de angustia y confusión. Pero lo vivido por nuestra sociedad, perdura, no se olvida, ni se barre mágicamente bajo la alfombra con cambios externos. Requieren de complejos procesos que conduzcan a una auténtica higiene mental.

Las versiones machaconamente repetidas durante muchos años por las victimas y la reciente reiteración de una carta de los ex Comandantes en Jefe de las fuerzas armadas, confirman que la tortura, el asesinato, la desaparición y el secreto de las responsabilidades fueron perpetrados por instituciones del Estado por expresa orden de sus jefes.

No nos encontramos ante conductas enfermas. Fueron actos cometidos por gente “normal” de esas instituciones que sostuvieron la usurpación del poder que materializo Juan María Bordaberry el 27 de junio de 1973.

Esa reflexión sobre ese otro territorio psíquico y moral que está del otro lado de la picana, debería explicarnos cómo llega esa gente común al abominable ejercicio de tan terribles y despreciables conductas.

Muchos libros y ensayos se han escrito en el mundo sobre las conductas criminales a partir de la experiencia clínica de los profesionales con los autores de esas conductas en los establecimientos de reclusión. Sin embargo, este tipo de delincuente organizado en esa asociación subversiva en que se transforma el Estado cuando se instalan dictaduras, no parecen haber sido objeto de ese interés científico. Por lo general, cuando excepcionalmente purgan sus penas lo haen en cárceles especiales que los ponen a cubierto de esa mirada clínica que mucho ayudaría a las sociedades. De ahí que queden sin respuesta preguntas elementales: ¿como se sobrevive después a la memoria de lo que se perpetró?

La consideración de la tortura u otras formas de conductas aberrantes por parte de funcionarios del Estado, como una institución que permite a sus ejecutores considerarla como algo normal, cotidiano y obvio, es una respuesta a la anterior interrogante.

De esos dos lados de la picana, no se ha salido igual, eso es cierto. Del lado nuestro se ha quedado peor, pero se ha producido un proceso de recuperación más saludable. Del otro lado, del de los burócratas de la tortura, todo parece indicar que se ha permanecido miserablemente igual.

La antropología forense que interroga a los huesos encontrados en el Batallón 13 de Infantería para recuperar sus identidades y la forma en que fueron muertos, torturados, debería también interrogar a los torturadores y desaparecedores. Parecería que nuestra sociedad no quiere escuchar eso, porque ese relato sin duda será peor que los aullidos de dolor que trasciende de los testimonios de las víctimas.

Bettelheim refiriéndose a las víctimas de los campos de concentración nazis, dice que estos, pueden tener tres conductas posibles: permitir que la experiencia vivida los destruya; intentar negarle cualquier impacto duradero aún cuando íntimamente se esté destruido, o aceptar el dolor y emprender una lucha que puede prolongarse toda la vida para permanecer concientes y hacer frente a los aspectos más terribles de esa realidad.

La salud de nuestra sociedad, lo que necesita no es el silencio. Necesita reconocer el horror, para que este no tenga el efecto buscado por la dictadura del miedo. Toda conducta, aun aquella de “no propiciar” la anulación de aquellas normas que contribuyen a la no verdad y a la no justicia, orilla los márgenes de la complicidad.

La consigna del nunca más y las formas que la humanidad ha establecido para materializarla en realidad, necesita destruir los huevos de la serpiente. No condenar, por todos los medios que debe disponer una sociedad que se precie de democrática esas conductas, es una forma de tolerarla. Es como alguien dijo, encender una picana que otro, en algún momento usará.

La humanidad a instancias de las victimas, de los oprimidos por las políticas de terror de los estados, estableció algunos instrumentos para que esas voces se oigan y no sean acalladas. Serán esos instrumentos y las voces de las victimas, las que no podrán ser obviadas cuando llegue la hora de poner fin a la existencia de una ley oprobiosa, como lo es la de la caducidad de la pretensión punitiva del Estado.